Crónicas de la Esquina Noroeste |
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miércoles, marzo 17, 2004
No sé exactamente cuándo fue que me di cuenta de que mis capacidades motrices han dejado de ser normales para entrar en la categoría de diferentes. Y que conste que camino muy bien solita, gracias por preguntar (nada de que preocuparse). Durante el 2002, en enero primero y en septiembre/octubre después, empujé dos sillas de ruedas donde se sentaron mi viejo y mi vieja, respectivamente. El primero porque se le pinzó un nervio de la columna. La segunda, porque se fisuró la pelvis en un accidente. Durante esos períodos de tiempo, los dos sufrieron las consecuencias de tener capacidades diferentes, aunque tanto ellos como yo sabíamos que no iba a ser para siempre. De todos modos, tampoco sufrieron tanto. En general se quedaron en sus hogares y salían sólo cuando era necesario para ir al médico, a los fisioterapeutas, etc., siempre contando con el transporte de algún familiar. De la casa al coche, del coche al consultorio, y vuelta por el mismo camino. Todos los días desde el 17 de diciembre de 2002 empujo un cochecito de bebé, a todos los lugares a donde voy. Y, con lo que me cuesta, entiendo que no puedo siquiera comenzar a entender lo que debe sentir alguien que depende de una silla o medio similar para intentar desenvolverse de forma más o menos normal. Hoy, sin ir más lejos, regresando a mi casa desde el supermercado más cercano, cansada y cargada, me dediqué a contar los obstáculos que no permitirían el paso de una silla de ruedas con los que me encontré en los quinientos metros de recorrido. Tienen el número en el título. No elegí la ruta más complicada, por el contrario. Incluso me ahorré cinco cortando camino por el medio de una playa de expendio de combustible (J.B. Justo esquina Quevedo, si alguien se pregunta de dónde salen los cinco). El último lo conté subiendo a la vereda de la esquina. Quedaron dos en el tintero: los escalones para entrar a casa. |
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