Crónicas de la Esquina Noroeste

viernes, diciembre 19, 2003

Murphy no sabe de qué habla 

El miércoles, a las nueve en punto de la mañana, dejamos el conjunto de trabajo del año de Arquitectura V y nuestras libretas, con la instrucción de volver a la una de la tarde a buscar las notas y retirar los paneles, maquetas, libretas, firmar actas, etc.

En el ínterin, me tocaba comprar lo último que nos faltaba para la fiesta de cumpleaños de Ana Sofía: papitas, palitos y chizitos: alimento sano y natural para la horda de infantes que esperábamos. Me acompañaron Raquel y Gustavo, y después nos vinimos a casa a llenar las cajitas (ésas que les conté ya, con los payasos de gomaeva) con caramelos, chupetines, alfajorcitos y toda otra parafernalia igualmente alimenticia.

Pasamos el tiempo y a la una de la tarde regresamos a la facultad, primero Gustavo en la bici y nosotras (Raquel y yo con Ana Sofía y mis sobrinas postizas Bahiana y Carlita, que pasaban el día en casa) por atrás, para encontrarnos a la llegada con él y el Pájaro que nos esperaban en la esquina: la entrega de trabajos, libretas y notas se había pospuesto para las ocho de la noche. Y mala información, además: aparentemente no había que firmar actas. Si en ese momento me hubieran dicho otra cosa hubiera actuado.

Pero... yo también soy tonta, qué le vamos a hacer. Toda la vida firmé actas! Puedo intentar justificarme detrás de la pila de cosas que me quedaba por hacer antes de las seis. Incluyendo dormir a Anita que, como si se oliera algo raro para ese día, estuvo despierta desde las tres y media de la madrugadísima. La cuestión es que perdí una excelente oportunidad de pensar, y ése es un lujo que nadie debería permitirse.

Arreglamos con los chicos que a las ocho iban a volver sólo ellos, ya que a esa hora yo iba a estar en medio de la fiesta de cumpleaños de Anét. Al mismo tiempo que pagué cara mi falta de previsión (sí había que firmar actas, a las ocho) al mismo tiempo el destino puso a Silvia en mi camino para avisarme. Al principio, confieso, lloré de bronca: quien dice ocho termina diciendo diez: nadie se desocupó antes de esa hora. Eso, a mí, me significaba perderme de cantarle a mi hija el feliz cumpleaños con mi familia y amigos.

Después, lloré por ser tonta. Finalmente, dejé a mis invitados a las ocho menos cuarto en compañía del Jano, que sin saberlo me mantuvo más o menos cuerda, porque estaba convencida de que iba a bajarle los dientes a alguien a trompadas si no me dejaban firmar el acta e irme. Pero el destino había localizado a Silvia una vez más, y movido las piezas para que yo me tropezara con ella antes que con cualquier otro. En menos de cinco minutos, sin violencia, estaba volviendo a Alta Córdoba. Sin la nota tampoco, porque aún no había sido decidida (ya ven la puntualidad y seriedad con que se maneja esta gente), pero no me importaba nada: tuve a Anita en brazos cuando apagamos las luces y prendimos la vela y la bengala.

Al final, llego a la conclusión de que todo está en un (in)justo balance. No todo lo que podía salir mal, salió mal. Por el contrario, esto es tan sólo una anécdota para adjuntar a un día cuya protagonista ya tiene un año.


Blanca, a las 11:30 a. m.




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